Te sientas en soledad y escapas. Piensas y divagas, pero las ideas escapan. Se deslizan por el horizonte de las ocurrencias moribundas, hacen un crepúsculo a lo lejos y luego, ¡plop!, se esfuman. Te dices que has pasado mucho tiempo en la oscuridad; pero algo ya se te ocurrirá... pronto… más te vale. Pasan los minutos como si vieras correr un reloj de arena. Así sientes que un segundo fuera infinito. Se despliegan galerías de fábulas, cuentos, relatos, ensayos. No sabes qué contar, si quieres enseñar, entretener o hacer pensar.
Te entierras la pluma en tu mano inerte esperando una inspiración furtiva. ¡Auch! El dolor ya no te hace regurgitar palabras barrocas, la tristeza se ha desvanecido, estás libre y sin neblina en tu cabeza. La melancolía es tenue, casi invisible, ya no te susurra párrafos sangrientos. ¿A dónde se fue tu insomnio? ¿Cómo puedes escribir con el corazón vacío?
Te rindes y desplomas sobre la frialdad desconocida de un colchón. ¿Qué me pasa?, te preguntas. No eres el mismo y no sabes por qué. Ya las líneas no se escurren de tus tinteros intelectuales. No se te ocurre una oración decente. Ya no te enamoras de tus poemas.
Inmortalizas frases simples de fórmula, sin trascendencia. No sólo no sabes sobre qué escribir sino que tampoco sabes cómo. Tu desesperación se exacerba y pasa a decepción. Te sientas en tu viejo escritorio con la mente en blanco. Sientes lástima por ti mismo. ¿En qué momento te perdiste?
Demonios… estoy hablando de mí en segunda persona otra vez.
Fotografía: Candace Meyer
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