viernes, agosto 06, 2010

Miedo y Asco en Plaza Venezuela



Mirándome las manos, lo único que puedo pensar es en lo ridículo de esta situación.

Él vuelve a presionarme el cañón de la pistola contra el costado. Se siente como cuando tu novia te da toquecitos en las costillas para que te rías, te dé cosquilleo y eso. Esto no da risa.

Tratemos de poner de lado el hecho de que en el avión me estuve diciendo que una vez en casa me tomaría mi medicación. Por supuesto, eso no ha sucedido, gracias a la aparición de Juanito Alimaña y ahora, durante un clásico atraco caraqueño, estoy teniendo un ataque de ansiedad grandeliga. O sea, veámoslo con realismo: ¿cuáles son las probabilidades de que esto suceda? Vivo cinco años en Madrid, la capital de un país que de vez en cuando se ve asediada por estúpidos psicópatas terroristas sin que me pase nada y aquí me puedes ver ahora, en el mismo día que llego a Caracas para la boda de mi primo, asaltado en Plaza Venezuela. Son las once de la mañana. A mi alrededor parece que hay quienes saben lo que está pasando, pero nadie hace nada. El pacto tácito del silencio.

“¿Esto es todo lo que tienes tú?” me dice él y, en medio de los carros, motos y autobuses dando vueltas a nuestro alrededor, suena como “Pablito clavó un clavito.” Trato de explicarle que doce mil bolos (o doce bolívares, como sea) es lo único que tengo porque literalmente es la única cantidad en moneda nacional que guardé desde que me fui, pero me rindo a mitad de la oración. No creo que a él le importe mucho eso. Y hablando claro, me da como miedito la clase de ideas que le pueden cruzar la mente cuando le diga que vengo de Europa. Levanto la cara al cielo y el sol matutino me aturde. Aunque no puedo garantizar que no son vainas mías, puedo sentirlo achicharrándome el cerebro. Estoy sudando de más y estoy muy consciente de mi respiración, subiendo y bajándome por la garganta como un torrente de goma, pesada, molesta, asfixiante. Esta mañana me bajé del avión, entré en el aeropuerto y me dije que “viví en Caracas la mayor parte de mi vida. Puedo sobrevivir una semana más.” Estúpido, estúpido. Estúpido.

“Entonces, bichitos” vuelve a presionarme él. Tiene la cara regordeta, los dientes un poco separados y está muy bien vestido. Parece que fuese a ver a una chica que trata de impresionar; yo no soy una chica (o no lo era la última vez que revisé), pero estoy poderosamente impresionado, aunque creo que la pistola influye mucho más en mí que su apariencia.

“Pana…” le digo. “Te juro que eso es todo lo que tengo. Estoy llegando a Caracas…” y mientras hablo, estoy pensando “¿Me veo culpable? ¿Irá a creerme? ¿Todas las personas que son atracadas tienen estos pensamientos?” Siento como si tuviese una corbata de plomo. Quiero vomitar y me sorprendo imaginándome su reacción si vomito sobre él. Aprecio demasiado la vida. Opto por contenerme. Por no vomitar.

“Ta’ bien, ta’ bien, tranquilo, vieja” dice él, yo suspiro de alivio… y me suena el celular. Blackberry último modelo, se conecta a Internet, te prepara el desayuno y te da besitos cuando te sientes solo. Él me mira el bolsillo de la chaqueta. Yo me miro el bolsillo de la chaqueta. A mi lado, un autobús da un grito y exhala una nube de humo negro, como un calamar mecánico gigante.

“Cayó esa rata, vale” dice él, sonriendo.

Puedo imaginar mi rostro de miseria absoluta, llevándome la mano a la chaqueta y sacando al que se ha vuelto el organizador de mi vida. “Las cosas que posees, te poseen” leí una vez. Ya no recuerdo quién lo escribió ni dónde lo vi.

“Ta’ bien el peluche…” me dice él, mira a un lado, guardándose el Blackberry y se pierde entre la multitud en una de las aceras cercanas. Ahí estoy, en medio de la gigantesca redoma de Plaza Venezuela, con una taza gigante de Nescafé montada en uno de los edificios a mi derecha. Solía gustarme andar por aquí, aquí crecí, en Plaza Venezuela rondé con mis panas, mi familia, mis novias. Ahora los motorizados les gritan a los taxistas, los peatones se chocan entre ellos, dos perros se pelean por el último pedazo de hamburguesa que se le cae a uno de los perrocalenteros. La torre de La Previsora (tan familiar que casi es una tía… muy gorda) me dice que son diez para las doce y toda mi ansiedad e inseguridad se concentra en una sola pregunta: ¿Fue Caracas siempre así o alguna vez esta gloria colonial en ruina fue realmente sucursal del cielo?

No paso por la casa. Voy a la boda de mi primo directamente, en un taxi que cojo ahí mismo, y que después paga mi mamá, más derrotado que paranoide. Dos cosas captan mi atención en el momento en que llego a la iglesia: la primera es que mi primo se está casando con una de mis ex-novias (luego me entero de que está embarazada). La segunda, Juanito Alimaña está entre los invitados. Ahora entiendo la buena pinta, entiendo su aroma a colonia de bebé. “Usted está entrando en otra dimensión” puedo oír en mi cabeza. “Una dimensión donde lo real y lo irreal se mezcla. La Dimensión Desconocida.”

Acabo de pagarle al taxista y ahora tomo otro taxi, que me lleve de retorno a la casa. No he saludado a nadie, no he hecho acto de presencia per sé, pero ahora soy el niño que se esconde con su mamá… siendo “mamá” una Plaza Venezuela alguna vez magnánima. Al entrar en el apartamento, sigo, autómata, a mi cuarto, lo único preservado en las condiciones en las que lo dejé. Colapso sobre la cama y a mi lado, sobre una almohada, un libro. Miedo y Asco en las Vegas. Eso era lo que estaba leyendo cuando abandoné mi entorno natural. Nunca lo terminé y ahora, poseído por fuerzas superiores a mí, lo abro. Leo el primer capítulo. Con el libro sobre la cara, me quedo dormido.