sábado, septiembre 06, 2008

Cándida virgen

Me introduje casi a hurtadillas a ese despacho oscuro, frío, en el que yo mismo me sentía tan incómodo al escribir. Caminé despacio para no hacer ruido en el piso de madera, y busqué despacio entre mis libros, debía corroborar esa cita que me quitaba el sueño. ¿Pero, por qué ahora? ¿Por qué a esas altas horas de la noche? ¿Era realmente mi olvido de esa cita lo que no me dejaba conciliar sueño? Entonces miré por encima de mi hombro mientras ojeaba aquellos polvorientos libros, y la vi. Con sus ojos cerrados, instalada en mi sillón viejo, en el que a mi mismo me había vencido tantas veces la somnolencia después de incansables horas de trabajo. El despacho estaba ennegrecido por la noche, pero la plateada luz de la luna iluminaba su rostro, como si solo quisiera alumbrarla a ella.

Seguí mi falseada búsqueda entre mis libros y entonces, me di cuenta: había entrado para verla, mirarla mientras dormía, tal vez mientras soñaba. Miré de nuevo por encima de mi hombro para deleitar mi desvelo con sus pálidas mejillas y sus labios rojos… casi sangrientos. Me estaba mirando, sus grandes ojos azules se encontraban fijos en mí, y sentí pánico. ¿Qué pensaría de mí que tan desconsideradamente había entrado al despacho para cualquier tarea que bien podía esperar a la mañana, y despertarla?. No dije nada, un viento helado me inmovilizo de los pies a la cabeza de repente. Ella tampoco emitió palabra alguna, hubiese muerto porque dijera algo en ese momento; ni siquiera su rostro dibujó alguna expresión, se encontraba inmaculada, mirándome fijamente. Me sentí como un tonto. Ese momento de vacío, hubiese jurado, duró por siempre, yo estaba mudo.

Repentinamente, con suavidad, se destapó de su cobija y me estiró su inocente mano iluminada de luna. Pensé por un momento, congelado. Quería que me acercara a ella. Me encontré parado como un idiota con un libro en la mano y con una expresión estúpida. Ella sonrió y se dignó a bajar su brazo, creía que la había rechazado. Me obligué a despertar de aquel letargo, arrojé fuertemente el libro al suelo y me abalancé a tomar su mano antes de que la escondiera nuevamente bajo la frazada. Quedé arrodillado frente al sillón con su delicada mano entre las mías, sus manos estaban tan cálidas, tan suaves. Ella me miraba cándidamente con sus ojos profundos, grandes, infantiles. Me tomó por los hombros y me invitó al sillón, con ella. Yo temblaba como una hoja pendiente en un árbol en otoño; y ella lo notó. Me senté a su lado y subí los pies, no pude evitar que se encontraran con los suyos. Tenía las piernas descubiertas; ¡pero, claro!, pensé, si se encontraba durmiendo plácidamente.

Se acurrucó junto a mí, apoyó su cabeza en mi pecho y cerró sus ojos. Yo no sabía qué hacer, una oleada de escalofríos me poseyó. Con los ojos cerrados tomó mis torpes manos y las colocó suavemente a su alrededor, enredó sus piernas entre las mías, y apoyó una mano en mi pecho, cerca de mi cuello. Yo sentía que no podía respirar. Ella suspiró profundamente y se dispuso a dormir nuevamente, ingenua. Una voz dentro de mi cabeza me decía a gritos que me levantara de ese sillón y que saliera inmediatamente de ese despacho; pero quedé hipnotizado por su candor, su aroma, su sutileza. Cerré los ojos y hundí mi rostro en su cabello, rizado, tan suave, tenía un perfume floral que me era tan desconocido, era tan delicioso, tan vivo. Comprendí que deseaba irme a dormir todas las noches y despertarme en las mañanas con ese olor, envolviéndome. Casi sentía sus latidos, calmados; a diferencia del mío que asemejaban un caballo desbocado. Acaricié su hombro un par de veces y presioné más mis piernas con las suyas, rodeándola. El frío de la noche desapareció.

Esa noche dormí pacíficamente, ni una pesadilla, como si ella resguardara mis sueños, los protegiera. Siempre que quería abrir mis ojos para corroborar que no era una fantasía, todo lo que tenía que hacer era pasar mis dedos por su abundante cabellera y sentir su aliento cosquilleando mi pecho, entonces sabía que de verdad alguien me ofrecía un largo abrazo nocturno que me acunaba con una dulzura infinita.

Esa mañana desperté fresco, ni una gota de sudor conquistaba mi frente. Me dolía la espalda, y tenía las piernas acalambradas, estaba entumecido y tenía un gran ardor en un lado de mi cuello. Hacía mucho tiempo que no compartía un lecho con alguien. Pero no me importó, no quería despertar nunca, porque por primera vez en años, no me dolía el corazón.
(Ilustración: Victoria Francés)