Corría, corría por las estrechas calles de esa ciudad como si los ni los muros o las personas que chocaban contra él no pudiesen deternerle o frenarle y reía, reía como si fuese lo más gracioso del mundo mientras la otra gente lloraba, sollozaba o simplemente gritaba mirando atemorizados al cielo. Algunas balas rozaban su cuerpo, otras lograron entrar pero eso tampoco parecía deternerle. A lo lejos ya se podían oir caer bombas, bombas que no sólo parecían dañar a los ciudadanos. Era la escena más triste y devastadora que alguien pudiera ver pero él seguía sonriendo y avanzando. ¿A hacía dónde se dirigía? Cada vez parecía estar más cerca de la única y gran catedral de la ciudad. Tan grande, tan impasible, tan vacía. En aquel momento, cuando él consiguió entrar a la catedral, unos soldados parecían estar dando una paliza que seguramente estaba siendo dolorosa e innecesaria a un cura, un hombre ya mayor, canoso pero con ojos aún llenos de vida. A fuera una gran explosión, quizás algún edificio se habría sido derribado. Él no tenía tiempo para esas cosas o eso parecía pues seguía adentrandose en la enorme catedral. El cura cerró sus ojos, beso su rosario y se preparó para recibir el último y mortal golpe pero cuando los volvió a abrir, los soldados no estaban. Un milagro pensó el cura. No, nada de eso le recriminarían despúes. Finalmente, finalmente él dejó de correr. ¿Había llegado por fin al lugar que debía llegar? Cogió una tiza y se dispusó a trazar lo que parecían una serie de lineas y simbolos. El cura no pudó creer lo que sus viejos ojos vieron poco al rato. Tanto aquel hombre o ¿deberíamos definirlo como muchacho? comenzó a brillar. Una luz increiblemente fuerte que lo iluminó todo. El cura se vió obligado a cerrar los ojos y cuando logró abrirlos, poco a poco, todo estaba como antes. No había nadie, ni nisiquiera aquello que el hombre había dibujado y lo más sorprendente y maravilloso de todo. Ya no se oían gritos, ni lloros ni explosiones. El cura salió rapidamente a comprobar si sus viejas oidos no le engañaban y en efecto no le engañaban. La ciudad parecía estar tal cúal estaba antes de esa estupida e innecesaria guerra.
-Creo y sigo creyendo que aquel muchacho era un angel, un angel que sintió pena por nosotros, la gente buena de la ciudad y detuvo la guerra con la gracia que Dios le dió -Solía decir ese cura antes de comenzar sus misas, quizás tratando de que más gente se diese cuenta de su pasadas malas obras y se volviese, más o menos, buena. Aunque ese cura nunca se consideró un buen cura. Y entre vosotros y yo, ese hombre, ese joven, poca gente llegó a conocerlo bien...
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