I
—Usted no entiende —trato de explicarle—, Creo que tengo un problema.
—¡Claro que tienes un problema!
—No, no. Mire, creo que estoy muerto.
—Lo que tus papás te hagan no es mi problema, jovencito. Debiste pensar en eso antes de morder a la señorita McGruder.
En el libro de los directores con la vara más larga metida en el recto, este es el capítulo uno.
—Director Montoya —empiezo de nuevo—, Hoy me desperté y no estaba respirando. No me late el corazón.
Me mira por pocos segundos, sus ojos del tamaño de habichuelas tras sus lentes XL.
—Si te sentías mal, no debiste venir al colegio. Y, de todas formas, esa no es excusa para morder a una pobre anciana. ¿Es que no tienes corazón?
—Le dije que sí; es que no me late.
El director Montoya chasqueó la lengua y se puso de pie. Abrió la puerta de su oficina.
—No me hace gracia, jovencito. Vete a tu casa. Estás expulsado.
Apoyo los codos sobre las rodillas. Cuando te mueres, realmente no cambia nada. Este idiota nunca me escuchó en vida, ¿por qué pensé que lo haría después de mi muerte?
Suspiro, cojo mi bolso y me levanto.
—Piensa en lo que has hecho —me dice Montoya.
—Voy a ver a un médico forense o a una funeraria.
Al pasar junto a él, me pone una mano en el hombro. El contacto con él me parece tan inesperado, que es repelente.
—Si tus papás te golpean, ven a verme.
¿Qué?
Por un momento estuve a punto de decirle lo estúpida que su sugerencia era y que no creía que me oyera por eso y no por mi completa muerte física. No le digo nada. Creo que prefiero al Montoya insufrible.
Salgo a la luz del sol y no me pasa nada. Esta mañana me desperté, empecé mi rutina vulgar y corriente, hasta que, diez segundos después de quitarme las sábanas, me fijo que no tengo frío. No tengo sueño. Voy al baño y me echo agua en la cara. Al verme en el espejo, las gotas de agua no humedecen mi piel, sino que se quedan ahí, sobre ella, no entrando de verdad, superficiales, de la misma forma que el agua se queda sobre el suelo o sobre una mesa.
Síntesis: entré en pánico, me tomé el pulso y vi que no tenía, traté de chequear mi respiración y vi que tampoco tenía. Me pinché en la mano con una aguja y no me dolía. Todavía con la esperanza de que fuese algo culpa de la cena o del ciclo lunar con mi horóscopo, traté de continuar mi día normal. En la primera clase, matemáticas, la señorita Greta McGruder me preguntó algo de trigonometría. La mordí en una de sus manos huesudas y me comí dos dedos. Yo grité, ella gritó, todos gritaron. Traté de pedirle disculpas, pero como ella estaba en el suelo, entrando en shock, creo que no me oyó. De todo ese bullicio, llegó el coordinador, me llevaron a la oficina del director y, bueno, ya conté el resto.
Nadie está más impactado por esto que yo. Si me preguntas ahora, no sabría decirte por qué hice lo que hice. Ella estiró su índice a mí, como una rama de árbol deshojado y morderla pareció la cosa más lógica que hacer. Sé que la trigonometría es una ladilla, pero creo que exageré. Fue algo que hice sin saber por qué, masticando la carne y los huesos sin saber qué estaba haciendo. Y, por si te lo preguntas, fue insípido.
Caminando, atontado y con las manos en la cara, arrastrando los pies, estaba ausente del mundo. Si estoy muerto, camino y me como a la gente, soy un zombi, ¿no? Pero puedo hablar y pensar, y usar herramientas complejas (incluso tomé un autobús esta mañana), así que… algo muy jodido está pasando con esta historia.
—¡Tipo!
Levanto la cara y veo a alguien que no debería estar ahí. Pancho murió hace dos semanas y, la última vez que lo vi, estaba en un ataúd. Dos preguntas: 1) ¿Cómo salió?; 2) ¿Qué hace aquí?
Retrocedí, con los ojos desorbitados. Se me acercó y estiró las manos, abriendo la boca, babeando, sus dientes amarillos y torcidos, como lápidas de un cementerio viejo. Trastabillé y, mientras me caía, me abrazó, un abrazo de oso que me levantó del suelo y ahogó el grito en mi garganta.
—¡Tipo, eres el mejor!
Con tanta presión, es una fortuna que no necesite respirar.
—¡Yo sabía que no me ibas a dejar morir!
Pancho me pone de nuevo en el suelo, pero no me suelta. Abrazado, imprimiéndome en su pecho, noto que no tiene movimientos respiratorios, ni pálpitos cardíacos. Es bueno saber qué papel interpreta cada quién en esta obra.
Pancho se separa de mí y tiene lágrimas en los ojos. Hay un millón de cosas apretadas en su garganta y no sabe cuál de ellas decir. Helo ahí, Pancho, un zombi de ochenta y cinco kilos a punto de explotar como un conejito Energizer con sobrecarga emocional.
—Tipo, tienes que perdonarme por todas las veces que te pegué cuando estábamos chiquitos. ¡Sabes que somos los mejores panas del mundo!
Iba a decirle que no había problema, pero volvió a abrazarme, estrangulándome entre sus brazos.
—¡Mi pana! ¡Mi convive! ¡Mi costilla!
—Pan… Pancho… mis costillas…
—¡Oh, tipo! —me soltó—. ¿Estás bien?
Asiento.
—Sí. No es como si necesitara respirar.
Miro alrededor. La gente está empezando a vernos raro. No sé si es porque somos dos muertos vivientes encontrándose en la calle o porque Pancho está más cariñoso que cualquier persona sensata.
—¿No te lastimé?
—No, Pancho. Mírame. Yo también soy un zombi.
Me mira, achinando los ojos e inclinando la cabeza a un lado. Sonríe y me señala con los dedos.
—¡Tipo! ¡Ah, tipo, eso es genial!
Por encima de toda resistencia que yo pueda poner, vuelve a abrazarme.
—Somos dos panas zombis —dice—. Tenemos que… tipo, tenemos que hacernos un tatuaje, un tatuaje que diga… “Pancho y Darío: el dúo demoledor”.
—¿Ese no es el título de una porno?
—No, esa es “Las Demoledoras,” con Kathy Spread’em y Suzy Suckit.
Excelente memoria para un hombre muerto.
—Oh, tipo… sabía que me resucitarías.
Me las ingenio para darle palmaditas en un brazo.
—Pancho… yo no te resucité.
Me separa de sí, pero me tiene sujeto con sus manos de gorila.
—¿Tú no…?
Niego con la cabeza.
—No, Pancho. Me desperté hoy y estaba así.
—¡Tipo, eso es de puta madre!
Estoy a medio camino entre la libertad y otro abrazo cuando me pregunta a mí, y a sí mismo:
—Tipo… ¿Quién nos hizo esto?
¿Quién resucitó a Pancho y convirtió a Darío en zombi? ¿Por qué Darío atacó a la señora McGruder? ¿Se salvará nuestro héroe de otro abrazo de oso muerto-viviente? ¡Averígüelo en el siguiente episodio de Yo Fui Un Zombi Adolescente!
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