"Érase una vez", así es como comienzan todos los cuentos: con una inexactitud, con la vaga impresión de un tiempo lejano. ¿Pero por qué debe ser algo pasado, algo sucedido hace mucho tiempo? ¿Por qué no ahora, en este instante... por qué debe terminar el cuento y no seguir mañana?
Es una vez, esta vez, es ahora; y no hay princesas, ni castillos, ni brujas; pero sí hay magia... muchísima magia.
Una mujer apenas escapando de su adolescencia, se mira en el espejo y se pregunta por qué no puede dejar de pensar en las hadas madrinas, en los príncipes azules, en los finales felices. Por qué después de tantos años, las otras niñas que crecieron pensando siendo princesas, se olvidaron de la inútil fantasía y continuaron sus vidas sin mayor recuerdo de la infancia, de los juegos, de los sueños.
Esta mujer se sienta sobre las frías baldosas de su cuarto de baño todas las noches en frente de su espejo. Sin poder olvidar las fantasías que se han convertido en fantasmas en su mente, frente a su reflejo construye todas las noches un mundo mágico donde "érase una vez" tienen sentido.
Imagina noche tras noches los cuentos que acaban en finales felices, en metáforas esperanzadoras, en lecciones valiosas para disfrutar de la vida, y lo más importante: un final con un beso de verdadero amor. Todo tiene sentido en las historias que se inventa, todo tiene un final y un comienzo, todo termina bien, ella tiene el control.
Ella se sienta frente a su espejo mágico y sueña. Pero siempre el espejo se rompe, los cuentos que se narra sobre su reflejo no duran en el tiempo, y el cristal se desmorona. Los finales no significan nada, quedan escritos en una página imaginaria en su agitada memoria y cuando amanecen se desvanecen en el olvido.
Las historias se pierden entre los pedazos del portal roto, y todo lo que quedan son filosos reflejos entre sus dedos, sus piernas, su rostro. Pequeños destellos flotando entre la sangre que le recuerda que la realidad no se puede romper como un espejo.
Y entre las lágrimas se reconstruye un nuevo vidrio sin grietas, como nuevas páginas en blanco para rescribir otro cuento. Ella se mira en su fresco brillo, vacío, y grita.
Esta mujer piensa cada vez más en perderse entre sus fantasías, anhela que las historias las consuman. Pasa las noches imaginando otras vidas, otros nombres, otras "ella". Ha aprendido a ignorar que sólo son creaciones invisibles dentro de sus ojos que se evaporarán una vez que salgan de su mente.
Sólo ella puede saber la maldición que trae consigo ese espejo mágico: una terrible adicción a los sueños y una hipersensibilidad a la realidad fuera del reflejo. La mujer se mira y se traga sus lágrimas, no quiere recordar que nada es real, no quiere alejarse de su portal mágico, no quiere abandonar sus historias que dibujan la única sonrisa que puede mostrar sincera.
Ella quiere entrar en el espejo, vivir las aventuras que se ha narrado, comenzar de nuevo con otro nombre, evitar que por una vez se rompa en mil pedazos la ilusión que le hace feliz. Ayer, hoy, mañana, ¿hasta cuándo se repetirá su suerte?
Acabada la noche la mujer sostiene un halo de luz sobre su pecho, temblando de terror, reuniendo las fuerzas para presionar el cristal contra su realidad que al menos daría final a su triste historia. Rodeada de pedacitos de luz esparcidos en el piso de ese baño, el espejo se ha roto inevitablemente una vez más. Sus manos sangran.