En una sala blanca desgastada, como del blanco de las sábanas de los fantasmas, un rayo amarillo se dispara desde sol a través de la ventana cuadrada en el centro de una pared desnuda. El leve viento de la mañana agita sutilmente dos cortinas asedadas. Pasadas las horas en las cuales el resto del mundo despierta y se regocija de la vida, una joven paciente continúa fingiendo que duerme entre sábanas gruesas y arrugadas.
La impecable y moza enfermera entra escandalosamente al cuarto, infringiendo ruidosamente el piso con sus tacones gruesos y blancos. Esta visión blanquecina, impecable, penetra entre los párpados y la mirada borrosa de la paciente. "Tienes visita", le dice dulcemente a la mujer perdida entre las telas pesadas. "¿Y qué?", balbucea ella en una voz ronca; son las primeras palabras que ha pronunciado en todo el día.
"Un hombre ha venido a verte... te trajo flores", responde con condescendencia, dibuja una sonrisa sin mostrar su perfecta dentadura y continúa: "Es muy guapo". Estrepitosamente la hermosa paciente despliega sus brazos y toma la sábana cubriéndose hasta la cabeza. Sus manos tapan sus oídos esperando desaparecer debajo de las telas, esperando que el colchón se abra en una tumba calurosa y que la cama sea el más familiar ataúd. Un ataúd para la muerta prematura que ha podido ser, el lecho del olvido y la abrumadora paz.
Afuera, el hombre de gran estatura, cabello corto y ceniciento, expone una barba naciente de largos y extenuantes días que delata su edad madura. El hombre que recientemente ha olvidado cómo ser un tímido niño se mueve inquieto en ese pasillo de hospital. El ambiente es inquietante, y el hombre es impaciente. Su gruesa chaqueta de cuero y la camisa abotonada hasta el cuello disimulan los diminutos temblores de nerviosismo. Él no sabe esperar; se aclara la garganta y traga largo. Se detiene por unos segundos viendo intensamente hacia abajo. Sin aviso y con pasos largos, entra a la habitación.
La escena dentro del cuarto continúa similar: sin progreso. El hombre ve a la enfermera inclinada sobre la cama donde una montaña de sábanas blancas brilla con el reflejo de la luz de la mañana. Tira las flores al piso, cientos de pétalos se esparcen alrededor, toma las sábanas con sus gruesas manos arrastrándolas con un rápido y firme movimiento hacia el suelo.
Similar a abrir un inmenso cofre de tesoros hermoso, lo primero qué ve de ella son sus piernas, expuestas, pálidas, de porcelana. Sus ojos pequeños y cansados viajan lentamente por el cuerpo de ella, sus caderas, su cintura, su pecho, sus hombros, su cuello. Ella estaba cubierta por una camisa ancha, de botones oscuros y mangas largas. Él detiene su vista en sus labios, alargando dolorosamente el encuentro con sus ojos, unos ojos azules intensos y profundos, violetas.
La enfermera se desliza fuera de todo el apresurado giro dentro del escenario, desaparece dejando una estela de luz en el aire. Su uniforme brillante bajo los rayos dorados dejó reflejos fugaces en los rostros de los dos amantes que se quedaron inmóviles; perplejos por el encuentro.
Él logra reunir todo el valor del que profesa y posó su miradas sobre los ojos de ella, que abiertos en una expresión de sorpresa se mantienen intermitentes debajo de dos cejas arqueadas, perfectamente perfiladas.
El tiempo se detiene, él puedo escuchar perfectamente los sonidos de su corazón ahogado; el viento casi visible es intruso dentro de la habitación, hace bailar las cortinas y el cabello de la cándida paciente, el cabello negro que roza suavemente las cejas negras, arqueadas, y resalta fantasmalmente sus ojos violetas; densos y culpables.
"¿Por qué no querías verme?", exhala él con su voz ronca entre una respiración agitada. Su rostro se tiñe de angustia mientras abre la boca y respira estrepitosamente con la intensión de tragarse todas las lágrimas para que no lleguen hasta sus ojos. Ella logra cerrar sus párpados por breves instantes pensando qué hacer. Se pone de pie y camina hábilmente para cerrar la puerta; donde se queda paralizada y silenciosa, dándole la espalda al hombre que con miedo, pero con mucho deseo asiste a visitarla en aquel lejano hospital.
Ella gira y lo mira duramente. Él le respondió con una pose paralela, quedando ambos uno frente al otro. Una nube misteriosa cubre el brillante sol matutino y el cuarto se convierte en un terrible lugar somnoliento. Bajo el manto de la sombras ambos se miran a través de memorias crueles. Él sonríe dulcemente; pero ella no reacciona en lo más mínimo. Esta muerta, sin esperanzas ni ilusiones, y solo le queda una expresión vacía.
Él se entristece al sentir esa respuesta indiferente. "¿Por qué lo hiciste?", pregunta pronunciando sus palabras lentamente. Recorre nuevamente su cuerpo: sus pies descalzos, sus piernas, su cintura ceñida, su cuello, su cabello largo y sus ojos de chuiquilla, de muñeca, grandes, vidriosos, extinguidos y violetas.
"Vete. No puedo ocuparme de ti... no quiero pensar en ti, soñar contigo, ni confiar en ti", dice ella lentamente violando el silencio. Sus palabras vuelan como varias puñaladas cálidas, como besos de lecho de muerte, como un gran sueño agonizante. Él baja la mirada nuevamente y niega varias veces con la cabeza.
Violentamente se abalanza contra ella, la empuja contra la puerta, toma sus muñecas y las estruja con fuerzas contra la pared, la acorrala con su cuerpo. Ella sin resistencia, apoya su espalda contra la puerta de la habitación y mira indiferente hacia el vacío y la oscuridad. Él cierra sus ojos, toma grandes bocanadas de aire y se detiene por momentos para sentir la respiración de ella cosquilleando sobre su mejilla. Él se presiona contra su cuerpo, junta su frente con la de ella.
Sin soltarla ni darle tregua, él se aferra cada vez más fuerte a sus muñecas y con dolor le susurra al oído: "Te amo". Él no se atreve a mirarla, en cambio se ciñe más a su cuerpo delicado, entrelaza sus piernas y continúa presionándola contra la puerta de la habitación. Lentamente las palmas de él se humedecen, gotas gruesas se deslizan por sus brazos, sus manos se entibian. Él no sabe qué ocurre pero aún no se atreve a separarse de ella y enfrentarla.
A ella se le agrieta su fría máscara, sus ojos comienzan a inundarse. Los vendajes en sus muñecas se tiñen completamente de rojo. Con sus brazos en lo alto, destilan gotas cálidas hasta sus codos. Él sólo quiero que ese momento dure por siempre.
Hilos negros se escurren entre los dedos de él mientra aprieta ambas muñecas de ella, la paciente frágil, la muñeca de porcelana. Ella suspira y finalmente le murmulla al oído: "Edgar, me estás lastimando".