Cuando el monje llegó acompañado por el chiquillo, se formó un gran revuelo en todo el monasterio. El chiquillo, que no se apartaba ni un instante del monje, desagrado al abad de ese monasterio. Por mucho que el monje se disculpase, el abad no paraba de anunciarle a gritos que su desgracia se acrecentaría si el chiquillo se quedaba.
-¿Pero por qué? Tan sólo es un niño... -Preguntaba el monje, siendo el único capaz de pronunciar palabra pues los demás, que jamás habían visto al abad comportarse así, estaban demasiado sorprendidos.
-¡Claro, claro que tan sólo es un niño pero resulta que es el hijo de una bruja! -Le informó con los ojos desorbitados, moviendo las manos a gran velocidad.
-¡Condenación! ¡Nos ha traido la condenación! -Gritó uno de los monjes, con tanta desesperación, que todos temieron que se lanzase por algún ventanal. Trás esa pequeña demostración de lo que la ignorancia y el temor religioso provocan al unirse, el monje encaminó sus pasos hasta donde se encontraba el chiquillo. Junto a él, se encontraba el extraño compañero con el que llegó el monje. Al verle acercarse, el chiquillo, sin poder contenerse más, corrió a los brazos del monje. Con el inquieto niño cogido en brazos, siguió caminando hasta colocarse frente a su compañero, el cúal iba con una larga y oscura capa que lo envolvía totalmente.
-Dilgear, amigo mio, ¿crees que hice mal al traer a Zelgadiss aquí? -Preguntó frunciendo el ceño.
-¿Zelgadiss? ¿Así es como se llama el mocoso? -Quisó saber el hombre cuya voz dejó muy asustado al chiquillo. Una voz tán ronca que no parecía humana.
-No pero lo encuentro más adecuado dada su forma de comportarse. -Respondió el monje mostrando una dulce sonrisa.
-¿Quiere que sea totalmente sincero? En realidad creo que Ud jamás debió quedarse a convivir en un lugar como este. Por mucho que lo intente, ni Ud ni el niño encajan aquí. -
Las palabras de su fiel compañero fueron duras pero ciertas. Por mucho que se esforzase y por muy cauteloso que fuese, su lugar no volvería a ser entre las buenas gentes que formaban la iglesia. El chiquillo pudó percibir la tristeza que inundaba el corazón del monje, de aquel monje de ropas ropas que le sacó del hospicio y que le daría algo más que comida y ropas, por lo que extendiendo sus bracitos sobre el cuello del monje, mirando con enfado al hombre llamado Dilgear, exclamó:
-¡No digas eso! ¡Los santos viven en esta clase de sitios! -
Aunque eso animó al monje, el monje se sintió obligado a reprenderle. Dilgear sonrió contemplando a su nuevo señor tan feliz, tán radiante, emando una luz que llenaba el ambiente de calor. Dilgear, para contentar al chiquillo, tuvó que retirar lo anteriormente dicho.
-Realmente, el nombre que le has encontrado, casa con él. -Comentó Dilgear burlón y desplegando su finisímo oido, le indicó al monje que alguien se acercaba. La expresión del chiquillo al ver a aquella persona lo decía todo. Era una de las hermanas que se encargaban de los niños desamparados en aquel hospicio, lo cúal significaba que era hora de despedirse de aquel gran hombre y volver al lugar que le habían asignado. Tras una larga charla, Zelgadiss, o mejor dicho, Zackariass cambió de brazos.
-¿Podré visitarle? -Preguntó el monje rojo con una agridulce sonrisa pues su corazón se llenaba de gozo al saber que el chiquillo tenía un hogar pero también se sentía muy apenado al tener que separarse de él. La hermana no dijo ni que si ni que no.